Ateneo de Córdoba. Calle Rodríguez Sánchez, número 7 (Hermandades del Trabajo).
PRÓXIMOS ACTOS DEL ATENEO DE CÓRDOBA
Nueva Junta Junta Directiva del Ateneo de Córdoba
Marzo , 1a.quincena. Conferencia de JUAN ORTIZ VILLALBA. " LA MASONERÍA EN CÓRDOBA ". (Presenta José Luis García Clavero).
Jueves 11 de abril. Conferencia de DESIDERIO VAQUERIZO." LOS ORIGENES DE CÓRDOBA". (Presenta J.L.G.C).
Finales de abril, primera semana de mayo. Proyección del documental "MONTE HORQUERA" de FERNANDO PENCO, galardonado en diversos Festivales internacionales (Italia, India, Holanda etc,)
Lunes 11 de Mayo. Conferencia de MANUEL VACAS." LA GUERRA CIVIL EN EL NORTE DE LA PROVINCIA DE CÓRDOBA.LAS BATALLAS DE POZOBLANCO Y PEÑARROYA- VALSEQUILLO". (Presenta Antonio BARRAGÁN).Todos los actos en la Sede del Ateneo.
CONVOCADOS LOS PREMIOS DEL ATENEO DE CÓRDOBA
XI Premio de Relato Rafael Mir.
XXXIX Premio de Poesía Juan Bernier.
IX Premio Agustín Gómez de Flamenco Ateneo de Córdoba.
Fallo de las Fiambreras de Plata 2023, relación de homenajeados aquí.
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El último de los días
Algunos decían que Dios vivía en las afueras de la ciudad, en el vial sur. Por supuesto, prácticamente nadie se interesa por tonterías de esta índole: no es posible creer en un Dios físico que reside en esta insignificante ciudad, en un problemático barrio marginal, observando cómo transcurre la efímera vida de los mortales, empeñados en generarse más sufrimiento que el innato que viene asignado mientras les dure la existencia, sin poner un justo fin o intervenir con enseñanzas productivas. Pero cuando la supervivencia se complica a cada minuto, cuando uno se encuentra encerrado en el mismo maldito día cada uno de los días de su desgraciada y punzante vida, se palpa la inminente necesidad de buscar soluciones, que de trágicamente no encontrarlas una vez aceptada la inclemente realidad, se afana el limitado cerebro humano en dar con explicaciones más que variopintas, hallar todo tipo de culpables y hacer saber a éstos la calidad e intensidad de la terrible ira acumulada por el agudo sufrimiento sentido. Y es en esos espantosos instantes, sombríos y desesperados, cuando sin que se sepa exactamente cómo, cualquier opción parece absolutamente viable, por descabellada o absurda que suene, aun cuando se esté hablando hasta de un Dios terrenal y próximo a quien entran súbitas ganas fundamentadas de ajustarle unas cuentas que aseguramos son desproporcionadas.
Soy abogado. O era abogado. Nunca quise serlo, nunca me supo a nada ninguna de las innumerables líneas sobre legislación que memoricé en largos años. Estudié por la imperante necesidad social de obtener un título universitario que alimente mi apurado estómago y mis sobrias fantasías; creo en las posibilidades que tengo para relacionarme con el resto de la gente, o en mis facultades de montar algún negocio. Sin embargo, siempre es necesario el dinero para salir adelante airoso, y casi por petición de una alcoholizada y viuda madre resolví explotar mi capacidad de memorizar, aunque abogados hay hasta debajo de las piedras, como bien señala la sabiduría popular. No sabía qué riendas debía tomar para guiar una áspera vida apagada, cómo corregir una existencia completada con una realidad tan dolorosa que espanta. Acabados con arduos esfuerzos mis insatisfactorios estudios, me ahogaba lentamente en el fango social y laboral de un hipócrita barrio donde morían mis días residiendo junto a ella. En esos espantosos instantes, cualquier opción parece absolutamente viable, pues a entregarme a sobrecogedoras batallas me hallo más que acostumbrado.
Fue en la gasolinera que se encuentra a la entrada de la ciudad, justo en el vial opuesto al que señalan como lugar de residencia de tan altísimo personaje, donde escuché por vez primera la dirección exacta de la residencia de Dios. El empleado maldecía su propia existencia en un día de perros como cualquier otro; pronto dirigió sus condenaciones hacia el que llamaba Irresponsable Creador de la Vida, asegurando que un día indiferente del resto tomaría a voluntad el día libre para hacerle una violenta visita. Le sonreí parcamente, asegurándole que para ello necesitaba conocer las señas del domicilio, y mi sorpresa fue que la mascullara. Se aproximó a mi acto seguido, procurando la confidencialidad entre los dos, mientras terminaba de llenar mi depósito.
- Sé de gente que por lo visto ha ido... y al poco tiempo les han cambiado totalmente las cosas.
- ¿En qué sentido?
- En cualquiera de los dos sentidos que está pensando. Pero a mí me da igual en cuál de los dos acabe, seguir aquí me está matando lentamente. Bueno, esto ya está –extrajo la manguera de la boca del depósito del viejo coche, que usaba a pesar de los continuos contratiempos que presentaba en su funcionamiento. Sin más, cobró el desorbitado precio estipulado, y se ocupó de otros clientes.
Unos días después, lamento no saber a ciencia cierta de cuánto tiempo hablo, terminé una larga visita a un informador de empleo que de modo rutinario, desganado, somnoliento y taciturno trató de informarme sobre mis restringidas posibilidades de empleo en determinados bufetes de poca monta, deprimiendo aún más mis limitadas aspiraciones. Fue curiosa su manera de finalizar nuestra apagada conversación; con un vital tono de voz, insólito en toda la entrevista, pareció que pretendía dibujar en mi algo de infecta esperanza ante mi evidente malestar, ante la infructuosa conclusión obtenida tras el encuentro.
-Y no se preocupe, dicen que todo llega porque todo está escrito; y si necesita saberlo, ya conoce la leyenda urbana que circula sobre la casa donde vive Dios.
Acto seguido, sin solicitud por mi parte u obligación de terminar el cumplido, añadió la dirección exacta donde según esa leyenda que ya por segunda vez se presentaba ante mí como encriptada señal que quisiera transmitirme un inesperado, excepcional contenido que no sabía, ni quería, interpretar.
Detuve mi coche en un bar de carretera, deseoso de consumir completamente el tiempo antes de llegar a mi casa donde encontrara mi madre despierta. Me hartaba descubrirla ante el televisor, pronunciando obscenidades, blasfemias, palabrotas que se nutrían a saber dónde dentro de su embebida mente; mis días se cerraban con el mismo acre sabor de boca con que comenzaban cada mañana en un hogar descompuesto donde el descanso parecía no hacer escala jamás. Por eso, cuando hallas a alguien que reacciona del mismo modo que tú cuando rozan su delicada paciencia erizada, se abre el camino a la cálida solidaridad, pues siempre es dulce acupuntura el triste consuelo de escuchar que existe miseria común, así que una queja de un motero sobre la temperatura demasiado baja de la espesa cerveza que había ordenado a la ceñida camarera del lugar despertó mi duermevela taciturna. El grueso señor pagó con desgana y mandó callar sin cortesía a la señorita cuando ésta anunció con desprecio la existencia de mil bares en la ciudad que servían el producto solicitado al gusto del consumidor; a modo de pacto que hiciese las veces de paces, el motero la dejó quedarse el cambio, hecho que no aplacó de modo definitivo la agresividad despertada de la mujer. De inmediato, anduvo varios pasos a lo largo del bar, apenas concurrido por unas personas más, y ocupó el asiento libre que en mi mesa quedaba frente a mí.
-Hola. Vengo buscando la casa de Dios, ¿qué sabes tú de eso?
Aproveché que tenía entre mis manos nerviosas la sucia jarra de cristal donde me habían servido para llevarla a mis labios con agilidad, dándome tiempo a pensar sobre la respuesta a su inesperada pregunta. En aquel momento no podía imaginar de quién se trataba aquel orondo tipejo barbudo con extraño aspecto de benignidad en su mirada. Sin duda, afirmo que aquello fue el significativo detalle que me impulsó a confiarle directamente, sin más, la aparentemente popular dirección que había escuchado, sin que ninguno de ambos hubiésemos mediado aún ni tan siquiera un simple saludo de cortesía.
-¿Cómo puedo saber que son ésas las señas correctas? No soy de esta ciudad, no sé si existe esa calle; ni tengo mapa.
-¡Y yo qué sé si existe o no! No te creas que conozco mucho más de lo que te digo. Además, no me importa demasiado dónde pueda vivir Dios, más aún si se trata de un barrio marginal, olvidado por todos, donde cada dos por tres los periódicos hablan de robos, de peleas, de muertos. Soy un muerto de hambre sin trabajo y no tengo el tiempo para perderlo.
- Bien... Pienso ir allí esta misma noche. Préstame algo de dinero, no me queda para gasolina, llevo conduciendo muchos días.
- Escucha, amigo, ése es tu problema; bien que tienes para pagar esa cerveza.
Me levanté de inmediato malhumorado, pensando en la descarada descortesía con que la gente desesperada puede llegar a tratar a sus semejantes. Cuando ya superaba su posición, me tomó por el codo con una delicadeza tan imprevista como espontánea, deteniendo suavemente mi avance. La mirada viva de sus diminutos ojos oscuros me pareció que suplicaba una sincera disculpa que no llegó a formular expresamente. Qué equivocado estaba, cómo me arrepiento ahora de abandonarme a una confianza absurda que supo cautivarme aproximándose misteriosamente al dolor que por mi situación sentía.
-Vayamos juntos. Es evidente que lo intentarías, pero no tienes las suficientes agallas para hacerlo solo. Te lo agradeceré atentamente; saldremos ganando los dos.
Casi como si tratara de un impulso ardoroso que naciese en algún rincón de mi interior y hubiese permaneciendo latente aguardando paciente el adecuado momento de su efectiva liberación, acepté con vergonzosa timidez su seria propuesta sin permitirme tiempo alguna donde germinase una vacilación que de seguro resolviese no dar este último y terrible paso al que según mis recortadas perspectivas me quedaba por enfrentarme después de intentarlo todo. Minutos después conducía inseguro mi vehículo, con el enorme cuerpo del motero enfundado en cuero barato como incómodo copiloto, en una marcha silenciosa donde pude apreciar su estridente respiración, que se acrecentaba rítmicamente según nos aproximamos al funesto barrio donde se señalaba que Dios, el Creador de Todas las Cosas, disponía de una residencia para albergar su presencia física en el descuartizado planeta que todos desmoronamos. Con la rigidez con que me permitía pensar mi embotada mente, en la que se concentraban mis esfuerzos con vistas a evitar pensamientos que manifestaran mi debilidad, mi arrepentimiento por la decisión tomada, que detuviesen la operación que habíamos resuelto llevar a cabo, intercambiamos varias frases que casi consiguieron que desistiese de seguir conduciendo las calles solitarias donde individuos irreconocibles paseaban sin rumbo refugiándose en sus chaquetas o abrigos desgastados del delator haz de luz de los faros de mi automóvil.
- ¿Sabes una cosa? Sí es cierto que existe, y que se trata del mismísimo Dios. Yo una vez fui a verlo.
- No puede ser...
- Quise mostrarle mi disconformidad.
- ¿Qué sucedió entonces, por qué vuelves?
- Tuvimos una pelea él y yo.
No podía creer que por muy poco Dios que fuese aquel enigmático tipejo sobre el que se centraba nuestra conversación, se dedicara sin más a pelearse con Sus Hijos, en lugar de ayudarlos en el avance por las tierras de este mundo. Si alguien se creía Dios, sería evidente su locura y en manos de cada cual estaba la voluntad de creerlo o no; si alguien era Dios, no sería muy difícil distinguirlo por sus hazañas imposibles para los humanos. Pero un dios que peleaba con el resto... aquello era lo que jamás pensé que podía oír. La presencia de mi adiposo compañero estaba comenzando a producirme un extraño presentimiento en mi espinazo. ¡Qué torpe, qué lento, qué imbécil, qué cobarde fui! La misma intriga me impulsaba a investigar y conocer al Todopoderoso aun palpitándome presuroso el corazón con el objetivo de disuadirme de tal hazaña. El motero me instó a detener el coche junto a una mujer que deambulaba por la acera: ella nos indicó la ubicación exacta de la calle que buscábamos.
-Si venís a buscar a Dios, espero que no haya cola; jajajajajaja –rió estrepitosamente mientras nos alejábamos.
Justo antes de doblar la esquina para adentrarnos en el terreno del Divino Ser, el miedo hizo uso de mi indecisión, por lo que aparqué definitivamente el vehículo a la entrada de un polvoriento descampado, donde ninguno otro ocupaba los espacios destinados a aparcamientos en batería. Todo llevaba a pensar sobre la inseguridad que significaba dejar el coche allí pasar la noche.
- ¿Se puede saber qué te pasa ahora?
- He estado pensando mientras veníamos hacia acá.
El grueso motorista de chaqueta de cuero me escrutó con sus diminutos ojos azabache, al tiempo que modificaba su postura en su asiento para quedar justo frente a mí.
- ¿Y bien?
Sentí ganas de marcharme de allí, llevarlo de nuevo junto a su moto en el bar y despedirlo para siempre, olvidar las leyendas urbanas que había estado escuchando; me sentía muy acalorado cuando en el exterior la temperatura era notablemente fresca.
- Creo que es mejor que vayas tú primero.
- No te entiendo, seme claro.
- Me gustaría que te presentases tú primero, hables con él lo que necesites hablar, y cuando vuelvas será mi turno. Pero ve tú primero; yo te esperaré en el coche.
- ¿Acaso tienes miedo?
- Sí.
- Tienes miedo de Dios... –el aplomo con que pronunció sus palabras tardó en disiparse más tiempo del que me hubiese gustado. Se agravó con ello todavía más mi desconfianza en todo cuando estaba ocurriendo- Muy bien. Iré yo primero si así lo quieres, pero tienes que prometerme una cosa antes de que salga de aquí.
- ¿Qué quieres? –inquirí con apenas fuerza en mi turbada voz; ambos observamos en silencio cómo temblaban con inquieta ligereza mis manos, aferradas con fuerza en la rueda del volante.
- Quiero no te marches. Que cuando vuelva me estés esperando aquí mismo.
Con la frialdad de quien da la razón sin madurarla para evitar la detención de unos acontecimientos venideros que espera con temor acicalado, decidí jurarle que me encontraría aguardándolo el tiempo que hiciese falta, en el mismo lugar en el que estábamos, sin titubeos que desvirtuaran el plan que teníamos.
- Además, te prometo que no apagaré el teléfono. Mira, mejor aún, llévatelo contigo; es el número de teléfono que aparece en mi currículum y no me interesa perderlo, ni siquiera tengo para comprar otro; será una garantía para ti.
A modo de aval ridículo, mezquino, socarrón incluso, risible, coloqué con enérgica decisión mi teléfono portátil en su mano rolliza; él se lo quedó mirando unos eternos segundos mientras parecía madurar algo dentro de sí mismo.
- Esta bien. Iré entonces. Cuando regrese, volveremos allí juntos, será tu turno. Toma mi teléfono y quédatelo tú, tampoco me interesa perderlo y te asegurará que volveré. Esta noche confío en ti ciegamente.
Abrió la portezuela de su lado sin dejar de consultar el peso de mi valor en las pupilas de mis ojos; descendió pesadamente, dejó que la inercia cerrase la puerta, se retiró unos pasos de mi coche. No dejó de observarme mientras me desplacé hacia el asiento que él había ocupado para bloquear su puerta con el seguro de ese lado. Un tiempo después, su portentosa figura de motero sin ley que en su momento me pareció hasta graciosa desapareció en la primera curva a la derecha, sin que yo supiese, o acaso él, qué se iba a encontrar a ciencia cierta en la puerta de la Casa de Dios.
Controlaba sin descanso el paso de los indolentes, perezosos minutos en el reloj del panel de mandos de control del vehículo, hasta que pasados diecisiete, sin atender a más razones que mi deseo de saber qué estaba sucediendo, o a mis ganas por ser atendido de una vez por ese pequeño Dios para acabar con la turbulencia de aquella noche, me desesperé. Apretaba el volante en mis manos con fiereza, mis nudillos se volvieron blancos, sin darme cuenta mordí mis uñas, vieja costumbre infantil que muchos años atrás había erradicado. El desasosiego visceral que llegaba a acumular me impelía a abandonar al motero a su suerte, faltando a mi promesa. ¡Hasta esa última posibilidad de escapatoria obvié! Cuando ya replanteaba con grave seriedad las posibilidades existentes de que se hubiera producido un fracaso, sonó entonces su portátil, que yo colocara en la guantera del lado del copiloto. Al segundo tono lo atrapé, descubriendo la sorpresa de que la llamada entrante procedía de mi propio número de teléfono, en su poder. Al descolgar, escuché claramente la risa ahogada del grueso motero que me crispó los nervios, al tiempo que erradicó de mí los últimos y escasos restos de seguridad que aún malamente conservaba.
-Hombre, ya tenía ganas de saber de ti. Aquí tengo delante a este... indeseable mentiroso de pacotilla. Es tan listo como lo recordaba, ¡vaya que sí!, ¿quieres que te pase con él?, será lo último que haga.
Hubo un silencio; después la voz de mi interlocutor se escuchó más alejada.
-¿Es que no vas a cogerlo? Atiende al último con quien vas a tratar.
El teléfono cambió de manos o quizá cayó en algún sitio blando; una voz desconocida dijo algo así como “acaba ya con cuanto esperaba que hicieras”; identifiqué entonces el brioso descorrer de una cremallera, la risa, frenética ahora, del motorista cuarentón, y a continuación un poderoso escalofrío atravesó toda mi espalda para agarrar mi nuca fuertemente: escuché dos disparos de pistola seguidos uno de otro al tiempo que explotaba una carcajada que pasó a ser terrible aullido de dolor; algo pesado cayó, sonó estruendo de cristales, de entre mis dedos resbaló el teléfono y fue a caer a los pies del asiento del copiloto, cortándose entonces la comunicación al desprenderse con el golpe la batería que lo alimentaba.
Aterrado, respirando entrecortadamente, sudorosas mis manos, tembloroso de cuerpo entero salí de mi vehículo para mirar en derredor en espera de localizar alguna casa vecina con luces encendidas, algún transeúnte curioso que hubiese escuchado las detonaciones, la cercanía de una manzana que sugiriese un esperanzador lugar por el que escapar a pie de ser necesario. Y entonces ocurrió, sucedió de pronto, sin preámbulos que estorbaran: los cielos se abrieron y escuché su voz de trompeta soberana; y vi los siete candelabros y las siete estrellas en Su cuerpo de cabellos blancos, y creo que hasta vi los siete ancianos con sus coronas de oro al abrirse la puerta en los cielos, pero tal era el estruendo de los relámpagos, las voces, los fuegos, las aguas y las trompetas que casi pensé vivir un terrible sueño, ¡torpe e incrédulo de mi!; como inculcado en mi clarividencia sin necesidad de germinarlo, dilucidé enseguida un pensamiento claro y auténtico: yo, un estúpido cualquiera, había llevado una vida excelente para ser engañado, donde al no ver más que oscuridad en mi vida resultaba tan fácil embaucarme para actuar como colaborador en el Fin de los Días: acababa de servir de guía al mismísimo Diablo disfrazado de vulgar humano hasta la Casa de Dios, y aquella noche fue el momento exacto en que lo que llamábamos el pérfido Mal vencía finalmente al santo Bien en su hasta entonces eterna batalla: en aquel momento acabó para siempre la Era de nuestro Mundo, y mis arrepentimientos no sirvieron para acabar con la crecida ira de quienes habían confiado en las fuerzas Divinas y me consideraron un traidor. Nadie quiso escucharme, pues el Diablo Emperador se encargó de que fuese odiado por los afectados de sus hazañas; ahora espero mi sacrificio entre sus propias manos, pese a haberle servido de excelente vía para lograr su ansiado fracaso de los últimos resquicios de la esperanza humana.