Ateneo de Córdoba. Calle Rodríguez Sánchez, número 7 (Hermandades del Trabajo).

PRÓXIMOS ACTOS DEL ATENEO DE CÓRDOBA

Nueva Junta Junta Directiva del Ateneo de Córdoba

Marzo , 1a.quincena. Conferencia de JUAN ORTIZ VILLALBA. " LA MASONERÍA EN CÓRDOBA ". (Presenta José Luis García Clavero).
Jueves 11 de abril. Conferencia de DESIDERIO VAQUERIZO." LOS ORIGENES DE CÓRDOBA". (Presenta J.L.G.C).
Finales de abril, primera semana de mayo. Proyección del documental "MONTE HORQUERA" de FERNANDO PENCO, galardonado en diversos Festivales internacionales (Italia, India, Holanda etc,)
Lunes 11 de Mayo. Conferencia de MANUEL VACAS." LA GUERRA CIVIL EN EL NORTE DE LA PROVINCIA DE CÓRDOBA.LAS BATALLAS DE POZOBLANCO Y PEÑARROYA- VALSEQUILLO". (Presenta Antonio BARRAGÁN).Todos los actos en la Sede del Ateneo.

CONVOCADOS LOS PREMIOS DEL ATENEO DE CÓRDOBA
XI Premio de Relato Rafael Mir.
XXXIX Premio de Poesía Juan Bernier.
IX Premio Agustín Gómez de Flamenco Ateneo de Córdoba.

Fallo de las Fiambreras de Plata 2023, relación de homenajeados aquí.

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José (relato)

De Ateneo de Córdoba
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La luz tímida que entra por la celosía de la ventana y el repiqueteo de las gotas en las losas del patio despiertan a José. María está regando las macetas del corredor. Se remueve pesadamente en la cama hasta que coloca la barriga en posición de echarse al suelo. Tanteando, encuentra las gafas en la mesilla de noche y, nada más colocárselas, comienza el tic que le hace parpadear constantemente y el temblor de la piel descolgada en su cara de 70 años. Al mismo tiempo gira la cabeza a uno y otro lado, como si buscara algo que nunca  encuentra. Arrastrando los pies, las zapatillas a la chancla, se dirige hacia la única sala que, junto con el dormitorio, son las dos únicas habitaciones de su vivienda en la planta baja de una casa de vecinos de la Judería. ¡Buenos días Conchita!. Mujer, ¿otra vez has hecho café?, un tazón humea sobre la mesa del comedor, si no podemos pagarlo. Se sienta y con parsimonia miga un trozo de pan de ayer hasta que el líquido desaparece y la cuchara queda clavada verticalmente en la masa negruzca. A ver si luego me acerco a ver a Juan que lleva dos días sin ir a la taberna, me dijeron que está malo, un resfriado. Con este tiempo tan raro:  que si llueve, que si sale el sol... Y tú no salgas a la galería que luego te da el reuma. Come despacio, deshaciendo las sopas amargas con sus pocos dientes. Antonio, el del banco, dice que a primeros de año a lo mejor nos suben la pensión, que lo ha dicho un ministro en la radio. A ver si es verdad y le pagamos a María el alquiler. Echa el pijama sobre la cama deshecha y comienza a vestirse con calma: camiseta de felpa, camisa de franela, pantalón de pana, zapatillas de paño y boina. Hay que abrigarse Conchita, con este tiempo loco cualquiera sabe. Voy a dar una  vuelta. En la galería, María, el pelo blanco recogido en un moño, la toquilla de lana sobre los hombros, encorvada, recoge el agua con la fregona. ¡Hasta luego María! ¡Buenos días José!. Encaja la puerta y la bolita del llamador tintinea en la madera. Nada más pisar la calle saca la petaca de picadura, el papel de fumar y lía el primer cigarro del día. Lo lleva un rato en la boca antes de encenderlo, disfrutando del picorcillo que el tabaco humedecido deja en la punta de la lengua. Anda pegado a las paredes, sobre las losas de granito porque los guijarros del centro  de la calle le dañan los pies. Cuando ha recorrido un trecho se detiene, enciende el chisquero con un golpe seco de la palma de la mano, sopla suavemente la yesca y prende el cigarro. Con la primera bocanada de humo le viene la tos y un pitido húmedo que hace el aire al atravesar la carbonilla de tren de sus pulmones de ferroviario viejo. Bueno, el primero nunca sienta bien. Al final de la calle piensa dirigirse hacia casa de Juan pero se arrepiente. Estarán durmiendo todavía. Camina hacia otra calle más ancha que la suya, adoquinada y concurrida y saluda a  unos y otros con un ademán como de quitarse la boina. Cruza la muralla de piedras carcomidas y sube por una escalinata a los jardines que llaman en el barrio La Puerta del Campo: apenas una reliquia de naturaleza rodeada de calles, casas y bares. Pisa con cuidado para no meterse en los charcos de la tormenta de la noche pasada, mientras contempla el paisaje familiar del jardín desierto a las diez de la mañana; sólo se ve a dos camareros que colocan las mesas en la terraza de un bar. El suelo está cubierto de hojas y casi no quedan flores en los arriates. Sólo  verde y tierra, hierba de los setos y marrón de los senderos que desembocan en una pequeña glorieta circundada de bancos de granito tan desportillados que dejan ver el esqueleto de hierro de su interior. En uno de ellos se sienta José para liar el segundo cigarro. Es bueno esto de poder sentarse al sol. Lo malo es cuando se pasa el día lloviendo y no puedo salir de la casa. Yo sé que eso es lo que le gusta a Conchita pero es muy aburrido no poder echar un cigarro ni jugar la partida y, encima, por la noche me duelen todos los huesos por la  humedad. Es mejor esto de poder sentarse al sol. Apoya los dedos en el banco, repiquetea marcando el ritmo y canturrea una canción antigua. Le hubiera gustado cantar fuerte, en voz alta, pero nunca se había atrevido. Conchita siempre me dice que canto muy bien, sobre todo los fandangos, pero lo dice para contentarme; yo sé que tengo mal oído y poca voz. Por eso nunca cantaba en las juergas con los amigos, ni siquiera al afeitarse. Únicamente cuando conducía la locomotora porque el ruido del motor ahogaba sus gritos. Si no encontraba el tono, recitaba gesticulando y si no  recordaba la letra, tarareaba compitiendo con el sonido musical del tren que le hablaba de las tierras de paso que había conocido en sus viajes. El ruido de un campanilla lo devuelve al presente y un reguero de muchachos ruidosos salen al recreo a los jardines, las once en su reloj, se despliegan alborotando por el jardín, juegan al fútbol y los mayores se acercan al bar a tomar café y fumarse un cigarro a escondidas. En el centro de la glorieta hay un macizo circular sembrado de pitas y lantanas de flores rojas, moradas y amarillas. José no sabe cómo se llaman pero le  parecen flores de muerto, aunque también le recuerdan la bandera de La República y la coincidencia de ambos recuerdos siempre le ha resultado curiosa. Inconscientemente, introduce sus manazas en las grietas del banco y arranca pequeños trozos de granito, los arroja al centro del macizo y los gorriones salen volando. Se acuerda de Juan, su compañero de dominó. ¡Qué buen mandil le pusimos al Zapatero y al Galápago!. Hoy tendré que jugar otra vez con El Berrinches y con ese no hay quien gane, nunca se entera de qué va el juego. Se acentúa su guiño y mueve  la cabeza como si le apretara el cuello de la camisa, acaricia un trozo de piedra que casi se pierde en sus manos, lo arroja y lía otro cigarro. Suena de nuevo la campanilla: el recreo ha terminado. Los muchachos van entrando con desgana vigilados por una maestra gordita con peluca rubia que les apremia sin mucho éxito. Las once y media ya. Me quedo un rato y luego me acerco a la taberna. Hoy da gusto estar aquí. Los camareros limpian las mesas con una manguera. El agua rebota en el metal y el chorro transparente se rompe en miles de gotas que caen sobre las  hojas de las explanada. Llueve sobre mojado. Esa frase la oyó José no hace mucho en la taberna, le da vueltas en la cabeza, se marcha pero vuelve insistente. La repite en voz baja, despacio. El colegio, D. Matías, el maestro. ¡Predicar en el desierto, sermón perdido!. Nunca tuvo buena memoria pero no olvida los nombres de los jefes en la guerra, ni los del maestro: Don Matías; sólo pronunciarlo le produce sobresalto, el miedo a su bigote de puntas retorcidas, a su vara de acebuche. Ni en la guerra tuvo tanto miedo, ni cuando se cruzaba con la pareja,  cuando el estraperlo. Su hermano Antonio lo esperaba entre Córdoba y El Higuerón y él arrojaba desde la máquina los sacos de garbanzos y de harina que luego llevaba con la bicicleta atravesando las huertas para burlar la vigilancia de los civiles. Así podía salir tranquilamente de la estación, incluso saludar educadamente a la pareja. Además las cantidades eran mayores y podía llevar algo a casa de Conchita. Esos días la suegra lo miraba con mejor cara e incluso los dejaba solos en el patio y, aunque los vigilaba desde la galería de arriba, él aprovechaba  cualquier ocasión para cogerle la mano y, a veces, incluso besarla. Malos tiempos aquellos. Un guarda de chaqueta gris con solapas verdes, sombrero cordobés y banda de autoridad lo saluda levantando el bastón y José vuelve de su paseo por el pasado. ¡Hola Rafael! Se levanta sacudiendo el pañuelo que usa para no mancharse el pantalón y vuelve a la calle central del barrio. Tendría que ir ahora a ver a Juan, pero si me entretiene llegaré tarde a la partida. A la tarde iré. Saluda al tabernero que le contesta con algo parecido a un gruñido. Déme usted un medio Pedro  que me lo llevo a la mesa. Allí lo esperan ya con las fichas preparadas. Apenas se sienta y saluda ya está El Berrinches meneándolas. El Zapatero se quita el lápiz de la oreja y dibuja sobre el mármol de la mesa el cuadro para los puntos: una raya vertical, otra horizontal, Nosotros, Ellos. El seis doble sale. Se juega en silencio. No hay más ruido que las fichas golpeando sobre el mármol, colocadas con violencia. Paso, me doblo, son los únicos comentarios. Cuando la hilera de fichas se alarga El Galápago apenas alcanza a colocar las suyas en el extremo  opuesto. Es chiquito, muy moreno, doblado por la mitad como una alcayata, la mesa le queda a la altura de la barbilla. Cuando saca las manos para colocar las fichas da la impresión de estar colgado del cuello. Tiene una cara suave, infantil, la frente con entradas profundas y un mechón triangular en el centro. Sus ojillos verdes siguen el juego con atención, memorizando quién, cuál y cuándo puso cada ficha: El Zapatero ha metido el cuatro blanca, ya han salido cinco blancas y yo tengo las dos que faltan; mete la blanca doble y luego cierra. Se descubren las fichas  empujadas sobre la mesa. El Zapatero las recoge y va contando mientras golpea cada una contra la mesa: diez, veintidós, treinta y uno, treinta y siete, cuarenta y cinco, cincuenta y dos, ¡cincuenta y siete!, seis a nosotros. ¡Hoy ya no hay mandil!. Después del silencio de la jugada se desbordan los comentarios. El Berrinches acosa a José: ¿porqué metes el cuatro tres, coño? ¿no sabías que éste llevaba la blanca? José se enfada y trata de rescatar del montón las fichas que llevaba mientras le grita: ¿y qué meto si a cincos paso y no me queda más que  un tres?. La discusión se va apagando poco a poco mientras El Berrinches mueve las fichas con sus manos blancas y delgadas, se le escapan por los lados, las recoge y se le vuelven a escapar, los ojos hundidos fijos en el movimiento circular, ensombrecidos por unas cejas negras que se prolongan hacia adelante como un toldo, contrastando con el blanco de su pelo engominado. Los demás aprovechan para dar un sorbito al medio, no demasiado grande porque tiene que durar toda la partida. El juego se desarrolla lento: un punto, dos puntos, los silencios  rituales del juego y los gritos de los descansos, los sorbos de vino, todo mecánico, estipulado. José no tiene su día. Es que con El Berrinches no me entiendo y encima no deja de darme la tabarra, como si yo tuviera la culpa de todas las jugadas. A las dos han terminado. El Galápago ha rematado el último punto al irse de seis. Treinta a veintidós a ellos; no es mucho, a la noche nos desquitamos. El Berrinches, ya más calmado, intenta explicarle en qué se ha equivocado, pero José se levanta con el vaso vacío en la mano y se acerca al mostrador sin hacerle mucho caso.  Vuelve a pensar en Juan. Luego iré a verlo. Deja el vaso, ¡con este van diez Pedro! ¡hasta luego! ¡Adiós José! Al tabernero le paga cuando le llega la pensión. Es una costumbre que mantiene de cuando cobraba por semanas, sólo que ahora le viene el dinero algo más corto. Total, dos vasos al día no es mucho. Conchita se enfada porque le pago al tabernero y debemos el alquiler, pero si no fumas, ni bebes, ni puedes echar una partida para qué coño quieres estar vivo. Ya quitaremos la trampa cuando suban la paga y además el tabernero no fía. A la  vuelta de la esquina está su calle, un corto trecho y en la casa. ¿Qué habrá hecho Conchita de comer? Me gustaría un buen cocido pero no vi anoche garbanzos en agua. Sube despacio los escalones del portal, cruza sin mirar los buzones, total nadie me escribe, empuja la cancela del patio y la bolita de la aldaba de bronce se queda tintineando, levanta el pasador y vuelve a cerrar. María, en la mecedora de mimbre, lucha con las agujas de ganchillo, las gafas descolgadas en la punta de la nariz. ¡Buenas tardes María! ¡Buenas José! Dentro de la casa huele a limpio.  Sobre la mesa humea un plato de cocido. Al lado otro con la pringá, el pan, una botella de tintorro, un vaso y una manzana, todo sobre un hule brillante de cuadros amarillos. ¡Hola Conchita! ¡Qué bien huelen esos garbanzos! No he ido a ver a Juan porque no llegaba a la partida, pero esta tarde me alargo sin falta. El cocido le gusta así, caliente, con el caldo espeso, con habichuelillas verdes y tagarninas. Esta mañana me estuve acordando de los garbanzos de estraperlo, eran chiquitos pero muy tiernos, claro que con el hambre que teníamos y los buenos dientes,  cualquier cosa nos gustaba, hasta los arvejones que guisaba tu madre como si fuesen lentejas. Come deprisa, con apetito, y habla con la boca medio llena. Están arreglando las aceras de La Victoria. Una tarde tendrías que salir a verlas. Se están quedando muy bien. Inclina el plato para apurar los últimos restos de caldo. La pringá no me la como, no tengo muchas ganas, bueno, un poquito de tocino que tiene muy buena cara. Voy a echarme un rato. Se quita las alpargatas y se echa en la cama sin deshacerla, sin desnudarse, sólo el saquito de lana.  Tengo un poco de sueño, anoche no dormí demasiado bien. Cierra los ojos, ahora tranquilos sin las gafas, se vuelve de costado y mete una mano bajo la almohada. Echa de menos el cigarrillo de después de comer pero no quiere que Conchita sepa que sigue fumando. Algunos días sale al patio y se lo fuma en el wáter, como cuando era muchacho. Ya sólo me falta masticar hojas de naranjo antes de entrar para que no me note el aliento. Da varias vueltas hasta que coge la postura y acaba por dormirse. Tiene el sueño pesado  y ronca con tanta fuerza que se oye desde el corredor.

María entra, recoge los platos, sacude y dobla el hule, y lo guarda bajo el cajón de la mesa, todo con mucho cuidado, para no despertarlo. Echa una ojeada a la habitación: todo está en orden. Encaja la ventana y corre los visillos para amortiguar la luz. Se sienta un momento en la vieja mecedora de madera de la sala, se deja caer suavemente sobre la rejilla del respaldo y coloca un cojín sobre su regazo. Así se sienta todas las tardes y contempla el sueño plácido de José, el semblante de niño que  tiene su cara cuando duerme. Toma un retrato del aparador: Conchita muy joven, en una foto de estudio, el rostro redondo, menudo, risueño, el pelo moreno muy rizado, con el peinado que todas llevaban en aquella época. Nada que ver con la cara triste y carcomida por la enfermedad de sus últimos años, ni con la palidez de la muerte, el pañuelo anudado sobre la cabeza sujetando su mandíbula. ¡Señor, lo que el tiempo hace con nosotros! Siente un nudo en el pecho y en la garganta. Deja el retrato y se acerca a la cama a ver a José, su cara  arrugada, su pelo corto y rizado y siente deseos de besarlo, de juntar con la suya esa cara que lleva amando desde lejos toda la vida. ¿Qué hacer cuando se ama al marido de una amiga? ¿Cuando se vive con ellos en la misma casa un año tras otro? Sólo sufrir, desear en silencio, consumirse. Se arrepiente siempre en el último momento, se seca las manos en el delantal en un gesto mecánico de inseguridad, o de temor. Comprueba luego que la jofaina tiene agua, sale a la galería y sube a su casa en el piso de arriba.

José se levanta de la siesta con la boca pastosa, qué mal me sienta el tocino, empina el botijo y se enjuaga la boca. Echa un poco de agua en la palangana, se moja la cara y el pelo, se peina casi sin verse en el espejo, se coloca sus gafas de guiñar , ¡adiós Conchita!, voy a dar una vuelta, pero no vendré muy tarde; cámbiale el agua al jilguero que se le habrá calentado en la siesta. Ya en la calle lía el primero de la tarde, a lo mejor está durmiendo todavía, bueno, luego iré. ¡Hola Galápago! ¿Y los otros? ¡Ah, ya están sentados! ¡Bueno, vamos!. Pedro, déme usted la  “espiocha” y un medio que me lo llevo a la mesa. ¡Esta noche os calentamos otra vez! ¡Ya veremos!
Francisco Jiménez Doctor.