Ateneo de Córdoba. Calle Rodríguez Sánchez, número 7 (Hermandades del Trabajo).
PRÓXIMOS ACTOS DEL ATENEO DE CÓRDOBA
Nueva Junta Junta Directiva del Ateneo de Córdoba
Marzo , 1a.quincena. Conferencia de JUAN ORTIZ VILLALBA. " LA MASONERÍA EN CÓRDOBA ". (Presenta José Luis García Clavero).
Jueves 11 de abril. Conferencia de DESIDERIO VAQUERIZO." LOS ORIGENES DE CÓRDOBA". (Presenta J.L.G.C).
Finales de abril, primera semana de mayo. Proyección del documental "MONTE HORQUERA" de FERNANDO PENCO, galardonado en diversos Festivales internacionales (Italia, India, Holanda etc,)
Lunes 11 de Mayo. Conferencia de MANUEL VACAS." LA GUERRA CIVIL EN EL NORTE DE LA PROVINCIA DE CÓRDOBA.LAS BATALLAS DE POZOBLANCO Y PEÑARROYA- VALSEQUILLO". (Presenta Antonio BARRAGÁN).Todos los actos en la Sede del Ateneo.
CONVOCADOS LOS PREMIOS DEL ATENEO DE CÓRDOBA
XI Premio de Relato Rafael Mir.
XXXIX Premio de Poesía Juan Bernier.
IX Premio Agustín Gómez de Flamenco Ateneo de Córdoba.
Fallo de las Fiambreras de Plata 2023, relación de homenajeados aquí.
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Una siesta encantada (en busca de los aguiluchos)
Esa tarde, había sido posible el encuentro. Ya estaba Alejandro resguardado a la sombra en el pórtico del Ayuntamiento; el sol, estaba colgado con todo su esplendor en el centro del cielo, eran las tres y media -una hora perfecta para no pasar calor-. Cerré el postigo con el mayor sigilo posible, para no oír la voz de mi madre.
-¿Niño a dónde vas? ¡Venga a la cama!
Ya a la sombra del pórtico, fuera de advertencia de mi madre, me dijo Alejandro "José Luis, tenemos que esperar, he quedado con Joaquín, el monaguillo. Vamos a subir al campanario a coger aguiluchos”; “¡No me digas!"- le contesté con la alegría que me producía la aventura-. Para mí, era una gran ilusión coger un aguilucho, alimentarlo en casa, enseñarlo a cazar en cetrería e irme con mi amigo a la dehesa y poder cazar conejos o mojinos.
La tarde se presentaba muy gustosa.
Joaquín se hizo esperar, había pasado por la casa del cura para vigilar si estaba descansando la siesta o despierto en sus rezos.
-Venga vámonos!- nos mandó Joaquín, como general en puerto.
Protegidos por las poquitas sombras que se podían encontrar, nos dirigimos en fila india a la entrada de la sacristía, situada, cómo no, en la parte de atrás de la iglesia, escondida y resguardada en una callejuela. Abrimos la puerta y nos dispusimos a entrar. Ya en el interior, parecía que nos encontrásemos en otro mundo - no se suele acceder muchas veces a tales estancias-. La sacristía era un sitio privilegiado, muy reservado, se entraba como con “cosilla”, como con devoción y miedo. Las túnicas, las mitras, los cálices y demás objetos de iglesia, aderezados por el contraste de temperatura y la oscuridad, del calor al fresquito, de la luz a la penumbra, te producían todavía más inquietud. Pasado el primer susto, franqueamos la planta grande y rectangular del templo, haciendo una rápida y pequeña genuflexión y una no menos apresurada persignación, con la atenta mirada de todas las estatuas de santos, mártires y otras tantas pinturas de personajes bíblicos y nos dirigimos con paso tranquilo y a la vez ligero, a las escaleras del campanario, sintiendo que nos estaban observando y comentando algo las figuras de la nave eclesiástica.
La escalera se nos presentaba a oscuras, como la boca de un lobo abierta; los escalones de granito, grandes y desiguales, ya desgastados por el paso del tiempo y una anchura de no más de 50 cm, donde parecía que anidaba el frío y la desolación. Después de cinco o seis escalones, se divisó algo de luz, que empezaba a diluir de la mente todos los acontecimientos de miedos y situaciones anteriores. Dos revueltas más de escalera, y un abismo de sueños se abriría a nuestro alrededor.
Se llenaron nuestras almas con lo que se dibujaba en nuestras pupilas, estábamos en la cima del campanario, el lugar más alto del pueblo, donde habitaban las cigüeñas, los tordos y aguiluchos, “al lado de los dioses”. La vista desde ese lugar era preciosa y espectacular. Las campanas agarradas a su yugo y su badajo en reposo, colgaban descansando de los arcos del campanario, como grandes pesos pesados, a la espera de anunciar sus fiestas o llantos. Por el lado de la campana mediana, al sur, se nos presentaba la ermita derruida de San Gregorio y Sierra Morena. Por la ventana de la campana grande, al oeste, la dehesa con sus mares de chaparros, granito, pizarra y lagos de sementera. Al norte, la Virgen de Guía, patrona del pueblo y guardiana del lugar de los muertos. Al este, nuestro reto, el gran tejado de la iglesia, donde cientos de tejas colocadas en hileras geométricas, descansaban resguardando el templo de las inclemencias del tiempo. La vista de éste era grandiosa, de color rojizo, manchada con los innumerables excrementos de las aves, que a mí me parecía un enorme cuadro abstracto. En el interior de las pequeñas cuevas que se formaban entre ellas, los nidos de los gorriones, vencejos, tordos, y el de nuestros sueño, los aguiluchos.
Nos resguardamos entre las paredes del campanario, al escudo de las campanas, para no ser vistos por los pájaros, y poder averiguar el lugar exacto del nido, Alejandro fue el primero en adivinar el primer domicilio de aguiluchos, -tenía vista de pájaro. -Mira José Luis, allí hay un nido, ¿ves como entra la madre?
-Es verdad, vamos - Joaquín se quedaría en el campanario a modo de vigía-.
Tras de abrir la reja de hierro y bajar los estropeados escalones que separaban el campanario del tejado, empezamos a deslizarnos, guiándonos por la hilera alta y central que dividía la tejada, colocando un pie en cada uno de los lados inclinados, y en dirección al hueco que habíamos visto entrar a los progenitores. Después de unos metros y con el ángulo correcto para atacar la fila tejada y el nido, Joaquín nos avisó desde su atalaya de la presencia de un hombre por la plaza. Nos tiramos cuerpo a tierra, para mimetizarnos y no ser divisados, ya que si éramos descubiertos había peligro de riña, capones y castigo. Pasado el peligro, bajó Alejandro por la pendiente y empezó a separar las tejas, pero no tuvo suerte, sólo había dos huevos blancos pintosos, únicamente, proyectos de aguiluchos.
Más adelante, yo ya me había percatado de otro hueco, y dejando a mi amigo con la tarea de reparación de la cobija, me fui a explorarlo. Estaba en un lugar muy peligroso. A un par de metros, en el desnivel, con mucho cuidado y dejándome deslizar, conseguí ponerme a la altura del posible nido. El lugar no tenía mala pinta, había alrededor mucha acumulación de excrementos. Me aseguré con las dos piernas y una mano, y levanté la primera teja. De pronto, unos chillidos de miedo retumbaron en el silencio de la tarde y la cubierta del templo, dos pequeños aguiluchos, arropados y vestidos con un abrigo de plumón blanco y unos ojos pequeñitos y brillantes, gritaban con la boca abierta a todo pulmón por el pánico que le producía mi presencia.
-¡Alejandro, Alejandro los he encontrado!
Mi amigo sonrió abiertamente y ya en la parte central del tejado, se dirigió al lugar donde me encontraba, para ayudarme con los polluelos. Intenté coger uno y descuidado por la emoción que me desbordaba, sin la precaución que hay que tener para atrapar a tales rapaces, los dos, en un acto de defensa, se lanzaron hacia mi mano con el pico armado, para darme un picotazo, hecho que consiguieron, infringiéndome una picotada bastante apreciable. La segunda intentona fue menos descuidada y más estratégica -enseñándole una mano de frente para engañarlos, la otra iba por la retaguardia- para poder agarrarlos de su pequeño cuerpecito, cosa que logré, en no menos de tres o cuatro intentonas. Le pasé el primer polluelo a mi compañero y ayudándome éste con la mano, alcancé la hilera central del tejado. A horcajadas logramos llegar el campanario, donde nos esperaba Joaquín, ya impaciente por el tiempo trascurrido en la captura y los nervios típicos que la situación.
Una vez en la morada de las campanas, arropados por sus muros y sin el miedo de ser vistos, nos sentamos en el suelo a descansar la aventura. Nos quedamos ensimismados mirándolos y haciendo planes para el futuro de los cinco. Los planes inmediatos, estaban más claros, una caja de zapatos haría de casa, con algo de paja de la cámara de mi abuelo. De la comida nos encargaríamos los tres, algún trozo de pollo robado de la cocina, un pajarillo o ratoncillo que procurásemos atrapar y por qué no, como a todos los pajarillos, un piquito de pan migado en leche. Los planes para cuando fueran adultos, eran muchos más complicados y ya entraban el mundo de los sueños, hacerles el capirucho de cuero, los cascabeles para las patas, enseñarlos a cazar en cetrería y disfrutar con ellos en las dehesas.
Joaquín dió la voz de alarma:
- ¡Vámonos! Ya son las cinco y Don Francisco estará a punto de venir a tocar a rosario.
Cogimos a los polluelos, bajamos las escaleras y atravesando la iglesia y la sacristía, sin mirar a los santos por si nos daban alguna reprimenda, salimos en dirección al escondite acostumbrado, a la sombra de la higuera que estaba en el Chorrillo -el arroyuelo que pasaba por el pueblo- donde ya el susto y el miedo quedaron atrás y empezaron a hacerse realidad todas las ilusiones y sueños, la realidad soñada y pura de la niñez.